martes, 11 de febrero de 2014

Capítulo 7: El pendiente

Salimos al pasillo cuidando nuestros pasos para que no se nos escuche. Los hombres están reunidos en la oficina de Taylor con la puerta entreabierta, por lo que puedo decir sin miedo a equivocarme que probablemente estarán lo suficientemente entretenidos hablando como para concedernos a Kate y a mí unos pocos minutos antes de que alguno salga a asegurarse cómo estamos. 

Llegamos a la cocina, Gail está preparando unos bocadillos.

–Señoras Grey –sonríe–. ¿Puedo servirlas en algo?

–De hecho, quiero pedirte un favor –le digo, acercándome lo suficiente como para sólo ella me oiga. Kate está haciendo de vigía.

–Lo que requiera, señora –repone parpadeando con recelo.

–Necesito que cuides a Phoebe hasta que regrese.

Le tiendo a mi pequeña hija antes de que tenga oportunidad de retroceder y evadirme. Gail suelta la cuchara que lleva en las manos para coger con cuidado pero firmeza a la niña. Su expresión es de desconcierto y alarma.

–¿Hasta que regrese de dónde? –llama.

–Si te lo digo, Christian lo sabrá. –Hago mi camino alrededor de la enorme isla hacia Kate–. Lo siento. Y gracias.

Antes de que una de las tantas cosas que pueden salir mal, salga mal, Kate y yo nos apresuramos a bajar en el ascensor y entrar a su coche sabiendo que el timbre de llegada del elevador tuvo que haber alertado a Sawyer, de modo que no tenemos tiempo qué perder. Cierro mis ojos por un momento y respiro; mis brazos se sienten extrañamente vacíos sin Phoebe.

–Ana, ¿estás bien?

Miro a Kate desde el lugar del acompañante de su Mercedes CLK mientras se pone el cinturón. Tiene las cejas fruncidas con preocupación. Sé que no le parece buena idea que salga de casa después de habérseme practicado una cesárea, y en otras circunstancias yo estaría de acuerdo con ella, pero ahora eso no es importante. Al menos no lo más importante.

–Sí, no te preocupes. No vamos a estar demasiado, sólo quiero echar un vistazo. –Y con algo de suerte quizá volvamos antes de que Christian enloquezca al enterarse de que me fui.

Kate coge mi mano y le da un suave apretón. Pone el coche en marcha y pronto dejamos atrás Escala, a Carrick, Elliot, Ava, Sawyer, Gail y mi pequeña Phoebe. Mentalmente me digo que ella está mejor allí que con nosotras.

El suave sol de la mañana ilumina los caminos de Seattle y los altos edificios de acero de porte imponente. Por las ventanas puede verse un suave viento agitando las copas de los árboles con una gentileza casi maternal. Las grandes casas con sus extensos jardines parecen todavía sumergidas en la bruma de una tranquila noche de sueño, todas ellas ajenas a la pequeña nube negra que parece seguirme constantemente sin parar de granizar y lanzar rayos sobre mi cabeza.

Kate frena suavemente ante el enorme portón que guarda mi casa; le doy la clave, que ella ingresa en el teclado numerado, y nuevamente vamos andando. Desde fuera mi hermosa casa parece tan majestuosa y tranquila como siempre. Recuerdo el día que Christian me trajo para admirar las vistas y contarme su intención de comprarla para nosotros, si accedía a casarme con él. Casi no puedo creer que pasen más de dos años de eso.

Kate y yo nos reunimos ante la puerta principal. Meto la llave en la cerradura y entramos. Un estremecimiento me recorre la espalda cuando tengo una primera vista de todo; las cosas parecen normales, todo está en su sitio y extrañamente más limpio de lo que esperaba pese a que una película de polvo cubre gran parte de los muebles de madera y los adornos. El silencio me abruma, se siente como si estuviera invadiendo propiedad ajena, como si no debiera estar aquí. Y es probable que así sea. 

Deambulo lentamente por entre las habitaciones, los sofás…, reviviendo cada recuerdo y preguntándome qué exactamente esperé encontrar al decidir venir aquí.

Entonces lo recuerdo.

–Subamos –le digo suavemente a Kate iniciando el ascenso por las magníficas escaleras sosteniéndome firmemente del barandal.

En el rellano superior ya la cosa es distinta. La atmósfera pesa sobre mí como si estuviésemos a tres mil metros sobre el nivel del mar. Me paro en el pasillo entre dos puertas mientras las observo alternativamente; una da a mi habitación y la otra a la de Teddy, y sólo ahora me percato de la gran distancia que hay entre ellas. Decido internarme primero en mi recámara, guiada por la curiosidad de saber si mis objetos destrozados siguen allí, aunque con Christian involucrado lo dudo seriamente.

No hay nada. El cuarto parece impoluto. Paseo la mirada por todas partes, desde la cama hasta el armario y la cómoda, a medida que una surrealista sensación de desligue me aborda; algunos objetos personales de Christian siguen en su sitio, incluidos ropa, zapatos y pocos implementos de tocador. Quien viniera por acá a ver el estado de la habitación podría pensar que pertenece a un hombre que no ha acabado de mudarse, un hombre soltero. Es extraño, como si todo rastro de mi presencia en la habitación hubiera desaparecido, hubiera sido borrado, y es como… ya no pertenecer más a la vida de Christian, o como si nunca hubiera pasado por ella.

Los ojos se me humedecen.

No pienses así, Ana, me repito con firmeza. Esto no significa nada, Christian está contigo.

Salgo y me encamino a la habitación de Teddy. Allí el nudo que tengo en la garganta no hace más que apretarse. Dios, recuerdo esa maldita noche, y creo que hasta puedo en cierta medida entender cómo se debió sentir mi Cincuenta al no poder proteger a la puta adicta al crack, porque yo me siento de la misma manera. Entro suavemente, repasando todo el mobiliario con las manos mientras tengo la cabeza en otro sitio, aunque no sé cuál exactamente. Llego ante la cuna y una lágrima se me escapa. ¡Jesús!

–¿Ana?

Me vuelvo y veo a Kate parada en la entrada, dudosa. Asiento levemente para que sepa que puede entrar. Ella hace lo mismo que yo: se da un breve recorrido por la habitación antes de detenerse ante la ventana y comprobar que la cerradura no hubiese sido forzada, aunque Christian ya lo investigó y todos sabemos que así fue: la violentaron.

Miro abajo al interior de la cuna donde yace la manta favorita de mi hijo. Me agacho haciendo una mueca de dolor y la cojo para llevármela a la cara. Demonios, aún huele a mi bebé, y está tan suave como a él le gusta. Mi hombrecito voluble, como su padre…

–¿Qué fue eso? –Kate se voltea y me mira.

Yo también lo escuché, un tintineo metálico. Reviso el suelo a mis pies, y un poco más allá en dirección a la puerta ambas descubrimos un pedazo de metal brillante. Kate se acerca y lo coge, yo me acerco a ella para inspeccionarlo. Es un pendiente de plata o platino retorcido como un rizo, con una esmeralda en forma de lágrima incrustada en un colgante.

Kate y yo intercambiamos una mirada que viene a significar lo mismo.

–Eso no es mío –murmuro.

–¿Crees que sea de la secuestradora? –pregunta con los ojos muy abiertos. Yo debo verme igual.

Una secuestradora. Santa mierda. Es decir que quien tiene a mi niño es una mujer. Recuerdo que golpeé al intruso en un costado del rostro, por lo que el pendiente debió habérsele caído y acabar debajo de la manta de Teddy que Christian y sus investigadores seguro no consideraron importante por algún motivo. Pero en serio, ¿a quién se le ocurre entrar en una casa a secuestrar un niño con joyas encima? Alguien bastante pretencioso, en todo caso.

Pero entonces… ¿qué mujer se llevó a Teddy? Sé que no debería sacar conclusiones apresuradas, pero no puedo evitar pensar en todas las ex de Christian; alguna debe estar lo suficientemente loca o trastornada como para querer castigarme por casarme con él. O quizá son varias. Recuerdo lo que dijo la amiga de Leila, otra ex de Christian, sobre un club sub o algo así, una especie de hermandad de ex sumisas de mi marido… ¿Y si ellas la crearon para sacarme del camino y tener una nueva oportunidad con él?

Santa jodida mierda.

Deberías ser escritora de ficción, se te da muy bien inventar teorías conspiratorias, me espeta mi subconsciente poniendo los ojos en blanco y pasando una página de su libro: El psicoanalista. ¿Qué hace ella leyendo a John Katzenbach? Quizá es por su culpa que ando tan imaginativa.

Pero si no se trata de lo que pienso, ¿qué es entonces?

–¿Acaso crees…? –Kate me mira con los labios fruncidos y sé que ella y yo vamos por la misma línea de pensamiento.

Su móvil suena.

–Hola, nene.

Es Elliot, sin duda.

Le quito el pendiente y lo examino más de cerca. Yo no soy ninguna experta en joyería ni mucho menos, pero me parece que no hace falta serlo para notar la delicadeza del detalle de las bandas que sostienen la esmeralda, lo perfecto del corte en forma de lágrima, lo sencillo y elegante del platino y la curva que da… Esto tiene que pertenecer a alguien con dinero, pero entonces, si es una ex, pudo ser un regalo de Christian; aún recuerdo lo que me decía cuando me quería de sumisa, eso de que tenía mucho dinero y quería gastarlo en mí, le complacía gastarlo en mí. Por consiguiente, ¿por qué no haberlo hecho con las otras?

¡Oh, por favor, NO! El pensamiento me pone enferma.

–¿Qué tan enfadado?

La voz de Kate llama mi atención. Si de enfado habla debe referirse a Christian.

–Bueno, dile que se tranquilice –replica–. Voy a llevar a Ana de vuelta… ¿Cómo que ya viene en camino?

Escuchamos unos neumáticos detenerse ante la casa. ¡Demonios, ya está aquí! Le lanzo una aturdida mirada a Kate.

Joder, esto va a ser malo, y lo peor es que no hay dónde esconderse.

–Ya está aquí –dice ella a Elliot–. Sí, hablamos después –y cuelga.

Ella me mira intensamente unos segundos mientras escuchamos sus pasos en el piso de abajo; finalmente se coloca ligeramente por delante de mí como para protegerme de la primera oleada de ira Grey. ¡Protegerme! No creo que eso sea posible.

–¿Le mostrarás el zarcillo? –me pregunta en voz baja.

Miro mi mano cerrada en torno a la mayor pieza de evidencia que podríamos tener del caso, y decido que si se la doy a Christian es lo último que sabré de ella. Me la guardo en un bolsillo de la chaqueta.

–No –murmuro.

Ella asiente.

Christian Grey, Gerente General de Grey Enterprises Holdings, Inc., también conocido como mi caliente, controlador, sobreprotector y justo ahora enfadado como el infierno marido, cubre con su fuerte y firme constitución el hueco de la puerta. Tiene las piernas separadas, los brazos cruzados y una ardiente mirada valorativa que pasa calmadamente de Kate a mí y de nuevo a Kate. Sus ojos despiden un brillo asesino cuando se posan en mi amiga.

Nos contemplamos en silencio, cuatro ojos contra dos que poseen más fuerza que la de un ejército entero. La acostumbrada energía magnética que pulula en el aire cuando Christian y yo nos hallamos en la misma habitación, me llama, me insta a salir de detrás de Kate y plantarme frente a él, aunque esté jodidamente muy enojado. En su precioso rostro pareciera haber una máscara de hierro, y eso hace que me estremezca.

–¿Tienes miedo de que te pegue, Anastasia? –pregunta con calma, su voz tan medida y fría que Kate y yo nos sobresaltamos.

¿Qué?

–¿Piensas que te voy a golpear? –insiste, respondiendo a mi desconcierto.

Me humedezco los labios pasando la lengua por encima. Mierda. Esto es malo.

–Nunca –niego con la cabeza como para reforzar mi respuesta.

–Entonces creo que no hay razón para que tu amiga tenga que actuar de barrera entre nosotros –ladea la cabeza y levanta una ceja hacia Kate. Oh, enfadado es poco.

–Elliot me dijo que estabas molesto –se defiende ella con la voz ligeramente empequeñecida. Hasta la tenaz señora Grey sabe cuándo es mejor ir de bajo perfil.

–¿Y creíste que descargaría mi ira sobre mi esposa? –su tono es suave como un guante de seda.

Kate se muerde el labio y no responde. ¡Kate, eso es lo peor que pudiste haber hecho! Seguro está pensando en Christian el dominante y su peculiar pero antiguo gusto por infligir dolor. ¡Kate, él jamás lo haría sin mi consentimiento!

Él da un paso e instintivamente yo retrocedo hasta dar de espaldas contra la cuna.

–Jamás, y escúchame bien, Katherine Grey, jamás me atrevería a dañar a Ana intencionalmente –sus ojos grises queman tanto que siento que voy a entrar en combustión espontánea. Ojalá Kate cerrara la boca, pero ahora que ha empezado no terminará tan pronto.

–Pero es lo que estás haciendo al no contarle las cosas que haces y averiguas respecto a Teddy. Tenerla como la tienes, trastornada y en la ignorancia, pretendiendo que puede quedarse tranquila mientras su hijo está quién sabe dónde demonios, no hace más que lastimarla –le increpa con renovado ímpetu.

¡Maldición, Kate, cállate!

Miro a Christian, que tiene la mandíbula apretada y las manos convertidas en puños temblorosos a cada lado del cuerpo.

–Lo que haga o no con el caso de mi hijo no es asunto tuyo –espeta.

–¡Claro que lo es! Theodore es mi sobrino.

–Y yo soy su padre, y como tal decido lo que es mejor para mi familia, incluyendo a mi esposa. –Se pasa ambas manos por el pelo, frustrado.

Decido intervenir.

–Christian, no te enfades con Kate. Le pedí que me trajera porque necesitaba… –la voz me falla, ¿qué le puedo decir? ¿"Necesitaba apersonarme en nuestra casa porque tú no quieres contarme nada y no puedo respirar en paz sabiendo que me mantienes en la oscuridad"? Miro la manta entre mis manos, consciente de que él también la observa.

Escucho su suspiro y me obligo a mirarle de nuevo. Su mirada aún quema en rabia, pero la expresión se le ha ablandado.

–Anastasia, ¿por qué tienes un instinto de preservación tan… débil? Estás recién operada, maldición, tienes que estar de reposo –frunce el entrecejo–. Katherine debería haber sabido lo peligroso que esto es para tu salud; ¿qué es lo que quieres, que te interne de emergencia en un hospital mientras intento resolver el problema con nuestro hijo? Se supone que tienes que tratar de ayudarme, ¡pero no lo haces!

–¡¿Cómo te voy a ayudar si no me dices nada?! –exclamo, también sucumbiendo a mi carácter.

–¡Quedándote donde sé que estás a salvo podría ser una buena forma! –replica.

Suspiro. Hay tantas cosas que me gustaría reclamarle y gritarle, tantas cosas que me gustaría decirle… pero no aquí ni delante de Kate.

Mantengo su mirada de ojos grises y tormentosos hasta que mi cansancio mental y físico sucumbe al poder de su YO dominante y mandón. Él se da cuenta, alarga una mano en mi dirección.

–Vamos. De regreso a Escala –ordena.

Sé que no tengo más remedio y por ahora ya vi todo lo que quería ver, además de descubrir algo que no estaba en mis planes. Salgo de detrás de Kate y pongo mi mano en la suya antes de seguirlo por el pasillo, las escaleras y el piso inferior hasta el R8 aparcado detrás del Mercedes. Christian abre mi puerta y entro. Le veo rodear el coche por delante, pero antes de meterse se vuelve a Kate, de pie en la entrada con cara de pocos amigos, y le dice:

–Puedes volver directo a tu casa. Elliot y Ava están ahí.

Se mete, enciende el coche y nos saca de la casa un poco más rápido de lo necesario.

Un silencio terriblemente tenso y estático se posa sobre nosotros; incluso me parece percibir que mi pequeña nube de tormenta particular se está cargando para comenzar a lanzar sus rayos. Lo miro de reojo. Christian tiene la vista fija en la carretera y el semblante tan neutro que cualquiera podría creer que sólo se halla sumergido en sus pensamientos, pero la fuerza con la que sus manos se aferran al volante lo traiciona. En cierta forma me alegra que el encuentro inicial hubiese sido con Kate presente, pero eso no asegura que no estallemos en una cataclísmica discusión luego.

Me muerdo el labio. ¿Debería? Ana, cállate, me advierte mi subconsciente. Respiro hondo.

–No tenías que culpar a Kate de nada de esto, fue idea mía –murmuro.

Christian me echa un vistazo.

–Sí, Anastasia, sí tenía. Tú tienes parte de la culpa, pero Katherine también. Ambas están lo suficientemente grandes como para saber lo peligroso que es pasearte por la ciudad en tu condición, y si fuera una buena amiga lo habría considerado.

Eso fue como una patada al estómago. ¡Kate es buena amiga!

–Ella sabe lo mal que la paso por no saber nada. Necesitaba moverme, Christian.

Aprieta el agarre sobre el volante.

–No me interesa, Anastasia, se trata de tu salud. Y para ya con este tema, te juro que mi humor no es el más adecuado y no quiero que tengamos un accidente –me espeta entre dientes.

¡Dios, pero que mandón insufrible!

Me enfurruño y miro por la ventana a las personas que pasean tranquilamente por la calle despreocupadas, o contrariadas debido a insignificantes problemas que no incluyen un hijo secuestrado, una posible ex sumisa implicada y un marido controlador y desquiciante.

–¿Cómo supiste dónde estábamos? –pregunto de pronto. Dejé mi teléfono en nuestra recámara precisamente para impedir que lo rastreara, entonces… –¿Kate?

Asiente.

¡Por todos los cielos, Christian necesita un perro! No, mejor no. La pobre criatura viviría sin poder respirar en paz al cuidado del obseso del control. Pongo los ojos en blanco. Esto es ridículo.

–¿Acaba de ponerme los ojos en blanco, sra. Grey?

Su voz suave llama algo en lo más profundo de mi vientre, algo oscuro que hace bailar samba a mi diosa interior. Sin embargo, sé que Christian no me tocará hasta que haya sanado "satisfactoriamente", así que algo se trae entre manos. Me giro y lo miro.

–Pues sí, señor Grey. ¿Piensa castigarme?

–Oh, no necesito que me pongas los ojos en blanco para castigarte, Anastasia. Hoy no –aprieta los labios. ¿A qué se refiere?–. Pusiste tu vida deliberadamente en peligro sin tener en cuenta que Phoebe, Tedd y yo te necesitamos, y con eso es suficiente.

–¿Qué planeas hacer? –me vuelvo completamente a él. ¿Estamos jugando? ¿Habla en serio? ¿A qué castigo se refiere?

–Para asegurarme que no vuelves a escapártele a seguridad ni a mí, voy a encadenarte un tobillo a la cama, de modo que sólo vas a poder moverte por el perímetro de la habitación y el baño.

Lo miro boquiabierta. ¡Tiene que ser una broma! ¿Se volvió loco? ¿De veras cree dentro de esa perturbada cabeza suya que voy a dejar que me encadene? Me parece que esta vez no va a pedir tu permiso, señala mi subconsciente lanzándole una mirada a mi diosa interior que, a unos metros de ella, se muerde el labio acongojada. Él no sería capaz, ¿o sí?

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